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Hija de Epicuro

jueves, 27 de enero de 2011

La melaza que ríe



Para Tati, mi negrura


   
     


     Él veía como el chocolate y ella eran una misma cosa. Lo temperaba en el helado mármol casi como un ritual religioso, moviendo la materia oscura de un lado a otro en compases de 5 x 8. Tenía el cándido descaro de untarse chocolate en el labio inferior para comprobar la temperatura, mientras él sentía que sus rodillas fallaban y su espíritu pedía perdón.

Desde que había llegado la nueva pastelera, él, que era un cocinero metódico, pulcro, previsivo y que prefería confiarse más de la planificación que de la inspiración, se había vuelto torpe, arrítmico, con arrebatos inesperados de fusión panasiática, con impulsos incontrolables de currys y malojillo, con improvisaciones inexcusables de azúcar y zeste de limón al último momento. 


Se apresuraba a llegar temprano para poder inhalar, en su esplendor, el hálito de vainilla y naranja que siempre la acompañaba. Pensaba que hubiera podido hacer postres con solo sumergir en agua sus dedos de caramelo puro. Había perdido el apetito y sólo se le antojaban dulces. La evocaba en el quesillo de principiante que hacía su mamá, en las galletas de jengibre que compraba los domingos, y una vez llegó al extremo de tomarse un vaso de agua con azúcar sólo por sentirla cerca.  

Pasó mucho tiempo antes de que se atreviera a transitar los buenos días de la cordialidad. Un día, a la hora del almuerzo, ella se sentó a su lado. Le dedicó una sonrisa amable y le deseó buen provecho. Él sintió una síncopa en su corazón cuando se dio cuenta de que ella estaba tratando de entablar conversación. Respondía con monosílabos, sudaba una tinta helada y viscosa que le quitaba toda gallardía, pero al menos conservaba en su cara la sonrisa de felicidad irresponsable que se le quedó grabada desde que había sentido el perfume avainillado que precedía su presencia. 

Al día siguiente también comieron juntos. Había preparado algunas frases inteligentes y divertidas que olvidó en el instante en el cual ella le deseó un buen provecho. Ella le ofreció un poco de la mousse de chocolate amargo que había traído desde su casa y él paladeó, al fin, la sazón melosa que provenía de esas manos de cacao. Imaginó en esa cucharada de crema dulce y amarga, todos los besos que jamás le daría, las buenas noticias que sólo él sabría, las risas que ella jamás le regalaría, y se compadeció de sí mismo, de su incapacidad genética para unir azúcar, huevos y harina y producir algo medianamente comestible, y de su imposibilidad de decirle que estaba hecho para que ella viviera en su corazón el resto de su vida de corderos en su jugo y lomitos término medio. 

Un martes, luego de una jornada pálida y corta, se atrevió a entrar en la pastelería y sintió lo que cada cocinero siente cuando ingresa en este espacio de bombones y almíbares: desamparo. La nueva pastelera lo recibió con un saludo cordial y con un “Ven acá… Prueba esto a ver que tal” Pasó una hora entera devorando petit choux rellenos de crema de cardamomo, tartas de ciruela, galletas de romero y azúcar morena, tortitas de queso criollo, panna cottas de azahar y turrones de avellanas. Fue feliz. Percibió en la voz nocturna de la pastelera un tono de complicidad y comprensión que lo animó y en el frenesí del azúcar buscó en el sound track de su infancia alguna frase hermosa que decirle para darle las gracias:
“Eres la melaza que ríe…” dijo; ella de inmediato recordó a su padre quien le cantaba una canción sobre las caras lindas de la gente negra y le regaló una sonrisa profunda y visceral que él agradeció segundos después de haberse arrepentido por su atrevimiento. 

Al día siguiente, él tomó una decisión trascendental. Sólo podría acercarse a ella, con toda la intensidad que emanaba de sus venas, cocinándole. Madrugó y fue al muelle, sabía que los sabores marinos, esos que esconden en el fósforo los ímpetus de sus pasiones, podrían expresar con exactitud lo que sentía. 

Ostras y erizos. 

El vúlvico molusco era perfecto para decirle que su feminidad era como un terremoto cítrico que lo sacudía; los erizos, blandos e intensos por dentro, espinosos y oscuros por fuera, le asegurarían que él conocía su naturaleza de mujer dulce y con temple, de su fuerza y vulnerabilidad. Se esmeró en secreto y produjo tres platos: ostras y erizos con aderezo de limón y aceite de sésamo, crema de erizos al azafrán y ostras en mojito de coco con crujiente de naranja. 

Salió de su cocina triunfante, con el ánimo de un héroe que se sabe protegido por el destino y al asomarse a la pastelería le dijo con una hombría y una seguridad inusitada: “Oye, morena, te invito a probar esto”. La pastelera abandonó los mazapanes que estaba moldeando y lo siguió. Al acercarse percibió el aroma oceánico de las preparaciones y le dijo “Oh… No puedo comer eso… Soy alérgica a los mariscos… Pero… 


Podríamos, al salir, tomarnos un vodka helado con jugo de fresa y vainilla… Yo te lo preparo”. 

Jamás, unas ostras en solitario supieron tan bien, jamás unos erizos tuvieron la capacidad de proporcionar el sabor premonitorio y festivo de la noche más feliz de su vida.  
Publicado por Karina Pugh Briceño en 6:38 4 comentarios
Etiquetas: La melaza que rie

Testamento gastronómico-amatorio para la instrucción de la nieta


Nieta querida, hija de mi hija

Ahora que me preparo para dejar este mundo, y habiéndote querido tanto, quiero legarte una sabiduría a la cual llegan casi todas las mujeres y que por pudor, o por mezquindad, nos reservamos: la comida y el sexo son la misma cosa.

Tal vez pienses que lo que acabo de decir es un delirio, un devaneo de mis neuronas cansadas que se despiden, una exageración… Pero no, mi dulzura; es una verdad más grande que un templo y es mi obligación decírtelo. Tu madre no te lo dirá, tal vez tus amigas te lo sugieran, lo más seguro es que si algún día tienes una hija, lo descubra antes que tú y que yo; lo cierto es que el apetito carnal y el de alimentos, provienen del mismo oscuro y tibio rincón del alma.

Me jacto, a mis años, de poder deducir las virtudes (o carencias) de un hombre en las artes amatorias con sólo verlo comer. Esos hambrientos que devoran la comida sin siquiera detenerse a sentir lo que saborean, esos trogloditas que engullen en dos bocados hamburguesas bañadas de salsas peligrosas y contradictorias, esos pobrehombres que no recuerdan en la cena lo que almorzaron, carecen del más elemental sentido de la estética a la hora de la horizontalidad. Despachan a sus mujeres como reses que van al matadero, y generalmente, tardan más en estornudar que en retozar. Huye de ellos, mi princesita, huye despavorida, que la tristeza de la carne es una de las más despiadadas y más difíciles de exorcizar.

En cambio, aquellos que pueden describirte con entusiasmo su plato favorito, o que atraviesan su ciudad en busca de un manjar que sólo encuentran luego de esa travesía urbana, esos que se gastan el dinero en delantales, en especias misteriosas, esos que no tiene miedo de probar nuevos sabores, son generalmente, y pese a que puedan tener un aire taciturno, genios de las sábanas, poetas de la voluptuosidad, fabricantes de mujeres felices y fieles, gourmets de las emociones.

A las mujeres también las conozco viéndolas comer. Esas adictas a la dieta, que prefieren morir antes de meterse un chocolate en la boca, me resultan tan patéticamente evidentes en su frialdad que me extraña que los sex symbol actuales respondan a esas medidas tan escasas de 90-60-90. Las obesas, otras pobres criaturas, están tan hambrientas de cariño, se sienten tan solas y desesperadas, que tanto a la hora de la comida como del amor, se convierten en depredadoras inescrupulosas. El punto medio, como en todo, es lo saludable: ni comer por aburrimiento o por soledad, ni dejar de comer por lo mismo.

Te recomiendo, mi nieta amada, entre otras cosas, adentrarte en los secretos de la cocina y descubrir así muchas cosas sobre el amor; ser vegetariana durante al menos un año en tu juventud para que aprendas a amar a los vegetales y para que sepas que con o sin carne, la gente puede ser feliz; ser omnívora en la adultez, para que aprendas que en la variedad está el gusto, y volver a los vegetales en la vejez, para que cuando te vayas de este mundo, te sientas ligera y saludable. Comer despacio siempre, en la lentitud, tanto de la mesa como de la cama, se encuentra la verdadera felicidad.

Descubrir nueva formas de cocinar es una manera de descubrir nuevas formas de amar, investiga, lee, experimenta, no tengas miedo. La comida y el sexo generan placeres y culpas equivalentes, deshazte de las últimas si no dañas a nadie ("nadie" te incluye a ti), si agredes a alguien, la culpa, bien administrada, es un buen sentimiento que te guiará de regreso hacia la salud a través del perdón.

Por último, mi amor, sé cuidadosa, la sensatez es muy buena consejera cuando va acompañada por la emoción; jamás comas nada por obligación, siempre sé tú quien decida sobre tu cuerpo, cuídalo, protégelo, regálale experiencias hermosas y vitales, vincúlate con lo eterno a través de él y recuerda que tu abuela cocinera, que te amó tanto mientras vivió, te cuida desde el regazo del creador.
Publicado por Karina Pugh Briceño en 5:56 4 comentarios
Etiquetas: Testamento gastronómico-amatorio para la instrucción de la nieta
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