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Hija de Epicuro

miércoles, 23 de febrero de 2011

La Estación del Metro

Usar el metro es una tragedia. Los torniquetes me llegan a la frente, cuando compro los tickets debo saltar para que el vendedor me vea, la gente me pisa en los vagones. Mientras las narices de la mayoría perciben perfumes o en el peor de los casos, alientos, yo debo lidiar con los pestilentes humores humanos que me recuerdan mi destino de célibe, de amorfo, de excepción de la regla.


Tomo el metro todos los días y a pesar de que conozca su dinámica bipolar, siempre espero que ocurra algo, algo que me conmueva: una mujer que me mire con dulzura y me invite a la fiesta de su cuerpo, un niño que me vea a los ojos y me sonría, una moneda en el suelo que me haga pensar en mi buena suerte; pero nada, no pasa nada.

Por eso he decidido tomar mi destino en mis manos, liberarme, hacer de mí un protagonista, un héroe, un caballero andante, gallardo y noble que mata dragones y monstruos, un superhombre que destruye todo lo malo del mundo y lo purifica. Por eso, justo cuando las luces del metro iluminan el túnel oscuro y anuncian su paso por el andén, justo en ese momento, me engrandezco en el gesto magnánimo de traspasar la raya amarilla y acabo, de una vez por todas, con la tragedia de ser un paladín encerrado en ciento diez centímetros de humanidad. 
Publicado por Karina Pugh Briceño en 9:41 3 comentarios
Etiquetas: La Estación del Metro

martes, 15 de febrero de 2011

Helada Eternidad

Para mi hermano Jack

Tenía un mapa olfativo de Mérida y sus alrededores; por los efluvios, sabía con exactitud dónde estaban sus congéneres de la camarilla y los seres humanos: ganado palpitante en donde corría, fragante y dulce, la sangre, leit motiv de su existencia.

Mora, a media noche, cuidaba de sus rosas y aspiraba el perezoso perfume que de ellas emanaba. Desde que había sido abrazado por un vástago belga en 1811, había adquirido la sed persistente, la intensificación de sus sentidos y una sensibilidad exacerbada por el arte y la belleza. Quedó ciego de un ojo en su niñez de humano y su visión fue limitada hasta que conoció el deleite ambiguo de la inmortalidad entregada por Jean Luc, quien, además de agudizarle la vista y sobre todo el olfato, le hizo un regalo mayúsculo al otorgarle la posibilidad inaudita, de comer y degustar no sólo sangre, sino todo lo que se le antojara, sólo por el placer de la lengua.

Le gustaba sentir las espinas de las rosas en sus dedos, era una sensación que le recordaba su vida, la que había vivido cuando el oxígeno enrojecía su propia sangre y el miedo a morir era su brújula para evadir los peligros de la guerra contra el imperio español. Presenció la prisión y muerte de su querido Miranda, y, aunque ya en ese tiempo pertenecía a la camarilla, ese fue el último dolor, resto de sus sentimientos humanos, que lo abatió para siempre y le hizo ver la vida con cinismo y desencanto. De su vida humana no hablaba nunca, de la no humana tampoco… Desde que recibió el abrazo punzante y doloroso de la inmortalidad, había descubierto que el aquí y el ahora eran los recursos para librarse de los tormentos del recuerdo.

El otro placer de Mora era caminar la montaña. Casi todas las noches sentía el llamado de la tierra como un rumor interno y se adentraba serenamente en lo que él recordaba como el verdor. Cazaba luciérnagas por el puro placer de tener frente a sí una fuente de luz natural inofensiva, percibía el aroma de La Mucuy Baja como una mezcla de yagrumo, azahar y leche de vaca, de tanto caminarla, se atrevía a cerrar los ojos y guiarse sólo por su ancestral olfato que lo convertía en el dueño de la noche.

En la nocturna soledad del cerro encontraba una hermosura sombría y melancólica, pero llena de vida. El nervioso andar de los escorpiones, el siseo casi imperceptible de las culebras que se escondían a su paso, el vuelo de las lechuzas, los ancianos eucaliptos que murmuran con el viento helado, y la vista del estrecho valle de la ciudad, iluminado y silencioso, le daban la sensación de ser una criatura natural, y durante esos momentos se detenía el agobiante y antiguo dolor de no pertenecer ni siquiera a los de su mismo linaje.

El aroma de Tibisay, mezcla de jazmín y clavo dulce, le avisa que ella se acerca y calcula que en dos horas llegará a El Rosal, su finca sembrada en el corazón de la cordillera andina. Es probable que venga con pedidos de rosas y las cuentas pagadas. Camina hacia la casa y desciende a la bodega que contiene varios cientos de botellas llenas del elixir sanguíneo que lo mantiene vivo y lejos de la forma más primitiva de alimentación de su especie: la mordida en la yugular. Redondo, con ese dejo almibarado y terso de la niñez, el elixir cuatrocientos cincuenta y seis es paladeado por Mora que cierra los ojos e imagina a la niña, morena, regordeta y sonriente, dueña del noventa y nueve por ciento de esa sangre; el uno por ciento restante le pertenece a él, es su contribución para convertir la sangre humana, perecedera y con tendencia a la coagulación, en un fluido néctar de frescura inefable.

Tibisay recorre a medianoche la carretera trasandina, el frío del páramo le causa buen humor y disfruta de la solitaria y curvilínea extensión de tierra que se abre a su paso. Nunca ha salido de Mérida y piensa de sí misma que sólo puede vivir a baja temperatura y con poco oxígeno. Haberse convertido en ghoul de Mora le había traído beneficios a los cuales jamás hubiera podido tener acceso de no haber bebido de la herida en la muñeca pálida del dueño del rosal más fructífero del país. Continuaba siendo humana, pero había adquirido una enorme fuerza física, salud inmutable y la capacidad de leer la mente de todos los que ella viera, a excepción de Mora. Encargarse de los rutinarios y demasiado humanos detalles como pagar la electricidad, cobrar los cheques, contratar trabajadores y negociar las rosas, era un mínimo precio a pagar para disfrutar del goce de saberse fuerte y conocer los secretos de los corazones de los demás. Había desarrollado, luego de enterarse de las bajezas y luces humanas, un tipo de compasión por el prójimo, porque había descubierto que todos sufrían por las mismas razones.

El clavo dulce y el jazmín eran casi palpables, así que Mora encendió con su pensamiento, las luces del jardín para que entrara sin dificultad. Se saludaron fríamente y revisaron las cuentas del rosal. Mora siempre lamentó la condición asexuada de su estirpe, pues Tibisay no sólo le parecía hermosa, la había elegido como ghoul por su gracia y cierto desparpajo al hablar producto de su inteligencia. Tibisay estaba, por su lado, no sólo poseída por el encantamiento que la sangre de Mora producía en sus venas al correr por ellas, sino por el asombro que le causaba cierta tibieza en la piel del vástago de corazón pétreo, cabello negro y nariz perfilada y por la fascinación que le producía el hecho de que él había visto pasar buena parte de la historia del país frente a él.

Luego de quince años de conocerlo, Tibisay siempre ha coqueteado con él, aunque sabe que no puede obtener más que una mirada indulgente y una media sonrisa. Mora cierra los ojos al percibir la emanación de feromonas mezcladas con perfume y restos de sudor y se compadece a sí mismo por no tener en su cuerpo la capacidad de producir semejante exhalación de aroma exquisito. Hablan sobre los próximos pedidos de flores y sobre un cuadro de Ramón Chirinos, el magistral pintor larense, que Mora quiere comprar para su desordenada y muy bien nutrida colección. Al acercarse el amanecer, se despide de Tibisay tomándole la nariz entre sus dedos como lo ha hecho siempre, desde el día que la conoció y se retira a su habitación, a dormir en su seguro ataúd, el sueño diurno de su no vida inmortal sabiendo que ella estará ahí para cuidarlo...
Publicado por Karina Pugh Briceño en 13:20 0 comentarios
Etiquetas: Helada Eternidad

Helada Eternidad II

-Crema de berros de la orilla del caño, Mora. Un carré de cerdo con salsa de chocolate y una panna cotta, con sirope de tus rosas- dice sonriendo Tibisay con su fuerte acento de La Mucuy Baja, mientras él la mira fijamente y le pide que le sirva de inmediato. Ambos se sientan a comer y entran en el espacio que más los une, el gastronómico. Una copa del elixir corona el plato de él, agua fría el de ella. Ambos comen despacio, sabiendo el placer que el otro está sintiendo, incluso se permiten el gesto lúdico de darse comida en la boca. Mora le dice que la pimienta es el canto de la naturaleza comprimido en una semilla, ella ríe y responde que opina lo mismo del jengibre. –Eres una cocinera extraordinaria, Tibi- y aunque ella ha oído la misma expresión un sin fin de veces, expele un perfume de caramelo que típicamente acompaña a su rubor.

Luego del banquete, una taza de café guayoyo con canela y una conversación a la luz de la luna que se asoma en el perfil del cerro, y del fulgor de las rosas que brillan en su rojo feroz. A Tibisay, su condición de ghoul le sienta bien. Antes de mezclar su sangre con la de Mora, era una mujer delgada, pálida y enfermiza. Solitaria por vocación, el vínculo con Mora le calzó como un anillo a su dedo deseoso de una compañía que no la esclavizara con amor. La voz grave y profunda, las manos pausadas, la inclinación al hedonismo, le parecían a ella cualidades de su carácter que lo hacían una exquisitez, aunque imposible de degustar. Sublimaba su deseo de él escuchándolo atentamente, acompañándolo en sus paseos, complaciendo sus siempre enrevesados deseos culinarios y demostrándole sin pudor que si estuviera vivo, él sería el amor de su vida.

En noches con estas, Mora se pone nostálgico, sabe que seduce a Tibisay con sus historias, habla de lo difícil que es ser inmortal, de lo hermosa que recuerda la luz del sol, de la belleza que descubrió en la vida justo cuando la perdió. Habla también sobre lo afortunado que es como vástago, sobre la vitalidad que descubre en el monte cada vez que lo camina, sobre su bodega llena de elíxires de distintos sabores, bouquets y orígenes, de cómo se burlan de él sus hermanos de la camarilla por preferir beber el elixir de una copa y haber abandonado la costumbre primigenia de succionar del cuello humano.

–El elixir es un misterio. Llegué a él haciendo muchos experimentos, hasta que al fin logré lo que buscaba, sangre fresca, untuosa y perpetua, pero esas no son sus únicas cualidades- Dice el vástago, ejercitando su capacidad seductora –El elixir, mi querida Tibi, tiene un poder que ni a ti ni a mí nos hace falta- hace una pausa larga, calculando el impacto que generará en ella el secreto que le revelará.

Del páramo baja un viento helado y ronco que se cuela por las ventanas de la casa, Tibisay se frota las manos y mira a Mora con curiosidad, jamás lo había oído hablar en un tono tan íntimo y con el ánimo de revelar secretos –Tu salsa de chocolate me llegó hasta el alma y me puso hablador- dice, guiñándole un ojo. –Tibi, ¿sabes cuál es la característica más notable del elixir?- Ella niega genuinamente con la cabeza. –Mi experimento dio como resultado una paradoja, añadir una minúscula gota de mi sangre a una botella de sangre humana resultó en lo que el ganado llama “panacea”. Es un fluído que concentra un poder regenerativo tan vital que es capaz de curar a los humanos hasta del sida-. La última palabra retumba en sus oídos. El vértigo de conocer un secreto que puede cambiar el rumbo de la historia le hela las manos a Tibisay. Ni siquiera lo que siente por Mora, ni su sangre en su torrente sanguíneo, evitan el pensamiento de una humanidad saludable, redimida por el contrasentido de salvarse de la enfermedad por la acción de un vástago, egoísta y frío al punto de haber visto padecer al mundo de plagas terribles sin hacer nada al respecto.     

La vanidad de Mora lo hace cometer un error al interpretar como admiración, y no como odio, el aroma a mango maduro de Tibisay –El ganado no merece salvarse ¿no es cierto? Los humanos no son sólo tontos sino autodestructivos, no tengo ninguna buena razón para compartir mi elixir con ellos-.

La nariz entre los dedos, la despedida hasta mañana, Mora caminando hacia su ataúd y el aturdimiento que vibra en su estómago hacen que Tibisay tome la decisión de su vida.
A las nueve de la mañana, entra en la bodega, almacena las quinientas setenta y dos botellas de elixir en cajas, recibe a un camión de mudanzas y envía el tesoro líquido al lugar que ella supuso más seguro: la catedral de Mérida. Pide en una carta que hagan análisis químicos al elixir, que no puede develar su origen, que es un milagro hecho sangre y que curará a millones de personas.

A las seis de la tarde, exhausta, ve al sol por última vez, sabe que la ira de Mora la consumirá y admite que eso es lo que siempre ha querido. Mira las rosas y piensa en lo que abandona, en el cambio que sufrirá y en que dejará de sentir compasión o amor. Se despide de su vida mortal, de sus apegos, de sus miedos terrenos y sube a la montaña, donde Mora la encontrará y la abrazará al fin para acabar con la agonía de tener un corazón vivo que ama ineluctablemente a un vampiro… Y abre las puertas del infierno helado de la eternidad. 
Publicado por Karina Pugh Briceño en 12:01 0 comentarios

domingo, 13 de febrero de 2011

Aroma perenne

Caminaba de una esquina a la otra, descalza con sus pies hinchados y el cabello recogido; un aroma a caldo de gallina perfumado con hierbas le hacía agua la boca, pero calmaba su hambre con agua fría, pues desde hacía tres horas estaba en trabajo de parto.

Escuchaba el ruido de la cocina contigua; sabía que la sopa estaba ya lista y trataba de distraerse con estos pensamientos cada vez que la punzada de la contracción la hacía palidecer.

Estaba sola, como sola había estado desde el momento que se supo embarazada; aquel amor que la llenó de luces y trinos de pájaros se fue dejándole los recuerdos y un corazón latiéndole en la barriga, pero estaba feliz, había descubierto muchas cosas nuevas durante su embarazo; había aprendido a respirar tan profundamente como para relajar su cuerpo hasta llegar a sentirse casi dormida pero alerta, había aprendido a comer frutas (que antes odiaba), había aprendido a diferenciar sutilezas en los ácidos de las naranjas, escalas de dulzor en las uvas, texturas indescriptibles en cada aguacate; se había reconciliado con la comida después de haber sido su víctima durante años de bulimia feroz. Por una ironía del destino, su embarazo eliminó aquella necesidad maligna de devolver por la vía inversa cuanto alimento tocaba su lengua, para regalarle la paz de una comida bien saboreada y bien asimilada, un amor instantáneo por su cuerpo curvilíneo y el huésped que habitaba en él. Estaba sana y a punto de dar a luz.

Un color azul índigo le nubló los ojos anunciándole la próxima contracción que le hizo brotar lágrimas; el médico le había dicho que el parto apenas comenzaba, que por ser primeriza pariría tal vez en la noche y aún no era mediodía; se sentó en un sillón y soportó aquél baño de agujas que le caían en el vientre, cuando volvió a ver con claridad, la contracción le había dejado un sabor salado en la boca, ya no tenía agua en su cuarto y decidió ir a la cocina a buscarla y a torturarse con el aroma suculento del aquél caldo de gallina que no podía comer.

Al entrar en la cocina quedó deslumbrada, era un lugar amplio, fresco, perfumado por las hojas de cilantro recién cortadas y de las cebollas que se freían en una sartén. La cocinera era una mujer mayor, de cabello pulcramente recogido con un largo vestido de flores y un delantal amarillo.

Era un sitio iluminado como un hogar y no como lo que era: la cocina de un precario hospital instalado en una casona de una antigua hacienda de caña de azúcar.

La cocinera la miró y quedó asombrada por el tamaño de la barriga, redonda y tensa, le preguntó por qué estaba ahí y respondió - Tengo sed - La cocinera le acercó un vaso de agua helada que tomó poco a poco mientras descansaba su pesado cuerpo en una silla cerca de la mesa donde estaban los ajíes dulces, el perejil, la hierbabuena, los ajos, todos cortados, listos para ser regados sobre la sopa humeante.

Un bienestar fresco le abrazó el cuerpo, se sintió cómoda con la compañía de la cocinera, pues desde temprano la había escuchado cantar, mientras cocinaba, los boleros apasionados del trío Los Panchos, y a propósito tarareó uno que rescató de lo profundo de su memoria, a lo que la cocinera respondió de inmediato con una profunda voz de contralto del campo.

Cantaron suavemente, una para distraer los dolores, la otra por el simple gusto de cantar mientras cocinaba. Se repitieron las contracciones cada vez más intensas; la cocinera pasaba pedacitos de hielo por los labios y la frente de ella que resistía sin emitir un quejido y que al recuperarse retomaba la canción que habían dejado a medias justo en el tono donde la había dejado.  Cantaron sobre mujeres malvadas, sobre hombres tristes, corazones rotos y amores imposibles, siempre afinadas.

En un momento, una contracción anuló los sonidos, la aisló del mundo y la puso frente a sí misma cuando tenía 12 años, rebelde, asustada, aborreciendo la comida; se vio con el cabello largo tejido en dos trenzas, pálida pero sonreída. Estuvo mirándose un buen rato, embelesada por la delgadez que lucía en aquél tiempo y por la valentía que se translucía en su mirada de cobre.

Cuando volvió al mundo estaba sobre la mesa, no podía retener en su garganta los gritos que salían en una cascada por el dolor sordo que le partía el cuerpo en dos. - Niña, puja, que aquí viene tu hijo - escuchó en perfecto contralto; miraba hacia el techo mientras su cadera se abría, independientemente de ella y el aroma del cilantro le colmaba los pulmones. El alma se le escapaba por los poros, perdió la noción del tiempo, sintió que había vivido toda una vida en aquél dolor insoportable que le prometía el amor.

Las manos de la cocinera, perfumadas por el ají dulce y el culantro de monte, acariciaban su frente sudorosa y le daban una enorme sensación de seguridad… Y escuchó el llanto, aquél llanto casi inaudible, como el de un gatito, y en ese instante, supo que estaba hecha de la madera materna con la que se esculpieron las madres más felices de la historia.

Su hijo había nacido sobre la mesa de la cocina. La única enfermera del hospital, llegó sudada y con la respiración agitada, casi reclamando el adelanto del parto y la idea enloquecida de parir en el depósito del hospital, un lugar abandonado y sucio, que por alguna razón, jamás lograban clausurar, donde algunos aseguran haber visto a una mujer espectral que cocinaba cantando, y donde de día y de noche se siente el aroma de un caldo de gallina perfumado con hierbas.

Publicado por Karina Pugh Briceño en 14:54 1 comentarios
Etiquetas: Aroma Perenne

jueves, 3 de febrero de 2011

El Azúcar y la Sal

Para Raiza Andrade y su pasión, en los 60s
La vida es el arte del encuentro
Facundo Cabral
Mi bisabuela era puta, o al menos eso pensamos luego de atar los cabos que ella misma soltó durante su excéntrica existencia. Mi tío dice que recuerda haberla oído decir "Mientras el español dormía de un lado de la cama yo dormía del otro" y ese español tenía un burdel conocidísimo en Maturín, a donde fue a caer mi bisabuela luego de abandonar a su marido por golpeador y bruto, dejándole sus dos hijas recién nacidas y su hacienda de café en Trujillo.




También supimos que después de eso, trabajó en un hotel en Caracas bordando sábanas y limpiando cuartos. Trabajaba como una mula, y al final del año, con sus ahorros, se alojaba una semana para darse la gran vida en el mismo hotel y se gastaba hasta el último centavo comiendo de lo lindo y haciéndose servir por sus compañeras. Pero mi bisabuela no era ni puta ni bordadora de vocación, su verdadero talento estaba en el azúcar. 

Ella hacía dulces celestiales, turrones inéditos, merengues etéreos, almíbares diáfanos, galletas estrepitosas, y tortas mullidas como almohadones. Era una viciosa de la piña, a la cual le daba usos inverosímiles, como la "infusión de piña para curar el despecho" o las "gárgaras de jugo de piña para borrar las malas palabras de las bocas infantiles", pero su acto de hechicería, su mayor acierto, era la torta de piña, un milagro hecho con un almíbar y rodajas de piña, que cubría una torta esponjosa y láctea y que ella hacía en dimensiones enormes porque sabía que el aroma que salía de su cocina atraía hasta a los desconocidos y convertía a personas decentísimas en desvergonzados imprudentes, que tocaban las ventanas para pedir. Luego de ganarse el pan con múltiples oficios, decidió que le pagaran por lo que a ella le gustaba tanto hacer. Un buen día abrió las puertas de su casa y vendió sus prodigios melosos a conocidos y extraños que abarrotaban la estrecha puerta rogando que le vendieran un quesillo.

Por esos días, mi abuela la conoció, y al verla se quedó perpleja, con los cachetes rojos y los ojos pintados de negro, la mujer parecía una loca en delantal. Mi abuela se presentó -soy su hija, soy la hija de Pedro Martínez- a lo cual ella respondió con naturalidad pasmosa -ven, siéntate y me cuentas tu vida mientras te comes esta torta de pan-. Mi abuela solo reforzó su animadversión genética, le pareció que su afición por el dulce era vulgar, tanto como sus vestidos que dejaban traslucir su figura esbelta y su voz ronca de tanto cantar boleros, porque también fue cantante.

Mi bisabuela murió sola, como sola había vivido; lo supieron cuando el lunes no abrió su puerta de par en par para vender papitas de leche y aliados, los niños dijeron que luego de meterse por la ventana, vieron a mi bisabuela en su hamaca, con los ojos abiertos y una foto de un hombre que nadie pudo reconocer en su pecho.

Lo que llaman el destino, que es realmente la vocación, llevó a mi abuela a abrir un restaurante. Mi abuela, sobria y justa, tremendamente incrédula y con una decencia a toda prueba, se dedicó toda su vida a cocinar, pero lejos del azúcar, que le parecía prosaico y pedestre, causa de la temida diabetes y totalmente innecesaria en una dieta equilibrada. Mi abuela era un fenómeno cocinando y levantó a sus 3 hijos sirviendo sopa de gallina humeante y perfumada con hierbabuena, caraotas  con orégano, pollo al limón y papas horneadas, dándole de comer a quien le pagaba y a quien no por igual, cantando bajito mientras pelaba ajos y comprándose ropa bonita cada vez que un hijo se graduaba.

Mi abuela era una bendita, salvo algunas excentricidades (como treparse a los árboles de mango y comérselos guindada de la rama que ella viera más resistente) era una persona sumamente moderada: dormía poco, comía poco, pesaba poco; era afectuosa con su prole, amaba la música y juró que jamás golpearía a un hijo suyo, luego de una paliza que le dio su padre a los ocho años y que la dejó en cama por tres días. Se dedicó a la sal y tuvo su restaurante durante cuarenta años, hasta que un cáncer la hizo enmudecer y la durmió para siempre antes si quiera de que nos diéramos cuenta de que nadie, jamás, volvería a alimentarnos con tanto amor y tanta dignidad como mi abuela.

Mi papá y mis tíos jamás cocinaron, nacieron negados a los fogones, todos pensaron que era una virtud femenina hasta que yo, a los 16 años dije con toda la masculinidad de la que disponía, que iba a dejar el liceo y me iba a convertir en cocinero; un tío vio el fantasma de la bisabuela emputeciendo mi destino con caramelo y biscochos, otro, más sereno, dijo que era una crisis adolescente y que con una mujer se me pasaría, pero mi padre, que lleva la misma sangre teñida por los aromas, me dijo - está bien, serás cocinero, pero, ni cocinas con azúcar ni con sal, que ya bastantes tristezas hemos tenido- yo entendí de inmediato y me hice panadero. Ahora, a los veintitrés años, cruzo cautelosamente la frontera para hacer golfeados, y me devuelvo tímidamente para hacer pizzas, y las llevo a ambas, a la bisabuela y a la abuela, viviendo al fin juntas y reconciliadas en mi corazón.
Publicado por Karina Pugh Briceño en 12:58 0 comentarios
Etiquetas: El Azúcar y la Sal
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