Usar el metro es una tragedia. Los torniquetes me llegan a la frente, cuando compro los tickets debo saltar para que el vendedor me vea, la gente me pisa en los vagones. Mientras las narices de la mayoría perciben perfumes o en el peor de los casos, alientos, yo debo lidiar con los pestilentes humores humanos que me recuerdan mi destino de célibe, de amorfo, de excepción de la regla.
Tomo el metro todos los días y a pesar de que conozca su dinámica bipolar, siempre espero que ocurra algo, algo que me conmueva: una mujer que me mire con dulzura y me invite a la fiesta de su cuerpo, un niño que me vea a los ojos y me sonría, una moneda en el suelo que me haga pensar en mi buena suerte; pero nada, no pasa nada.
Por eso he decidido tomar mi destino en mis manos, liberarme, hacer de mí un protagonista, un héroe, un caballero andante, gallardo y noble que mata dragones y monstruos, un superhombre que destruye todo lo malo del mundo y lo purifica. Por eso, justo cuando las luces del metro iluminan el túnel oscuro y anuncian su paso por el andén, justo en ese momento, me engrandezco en el gesto magnánimo de traspasar la raya amarilla y acabo, de una vez por todas, con la tragedia de ser un paladín encerrado en ciento diez centímetros de humanidad.