Siento el rasgado de la tela al contacto con mi recién afilado cuchillo. Luego, el crujir de la piel de la espalda. Tiemblo al constatar que mis fantasías finalmente se concretan.
El rojo comienza a teñir escandalosamente la inmaculada filipina blanca del Chef Ejecutivo. No grita, apenas lanza un suspiro de incredulidad. No quiero ver su cara, sólo quiero trinchar su carne oxigenada, viva, palpitante. Una ola de euforia me estremece, quiero cantar mientras siento como su vida se escapa por la herida. Soy una vengadora de cocineros maltratados, de ilusos que pusieron sus esperanzas en él, de clientes estafados... Soy yo, su Chef Pastelera, la favorita de su brigada, quien le está dando su merecido.
El instante en el cual toda la hoja del cuchillo habita dentro del su cuerpo es para mí como un paroxismo orgásmico. No lucha, no se queja, sabe que soy yo quien le arrebata la vida, y sabe que es justo que lo haga. Asume su destino de asesinado con más decoro y silencio que sus desórdenes amorosos o sus desfalcos millonarios.
Yo, mientras yace en el suelo de la cocina, pruebo unas fresas, maduras y perfumadas, acabadas de llegar y me pregunto si durante el servicio abrirán la cava grande en la cual pretendo, desmembrado, congelar su cuerpo enorme hasta que decida en qué estofado y con cuales hierbas, cocinarlo para el almuerzo.