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Hija de Epicuro

viernes, 9 de diciembre de 2011

Rabo e` Paja

Cuando el póker se hizo soso, predecible, cómodo, ambos idearon un juego personal, con enrevesadas reglas, con excepciones caprichosas, con formas de ganar casi inalcanzables. Apostaban lo de siempre, dinero, bienes que iban desde antiguos pianos hasta laptops, compromisos de pagos a futuro, y un día, un día delirante, apostaron un rato de intimidad con la mujer del otro.

Martín disfrutaba al torturar a Alonso, le hacía trampa sólo para verlo sufrir, lo hacía apostar cifras que sabía que no podía pagar, inventaba reglas absurdas en la mitad de un juego sólo para hacerlo padecer. Alonso, siempre poseído por la euforia deslumbrante que sentía al apostar, era capaz de hacer cualquier cosa por mantenerse en el ritmo frenético de juego que Martín le proponía.

No los unía un vínculo amistoso, mucho menos solidario, ninguno de los dos sentía aprecio por el otro, más bien estaban hermanados por un profundo y antiguo nexo de necesidad. Uno rogaba ser subyugado, atormentado, insuflado por el ardor ponzoñoso de la emoción de apostar, el otro necesitaba violentamente tiranizar a alguien, atormentarlo, adueñarse de su voluntad hasta convertirlo en un despojo.

Hacían amagos de juego para “calentar”. Apostaban entonces villas hipotéticas, yates alucinados, tesoros quiméricos, hasta que uno u otro, decía “rabo e` paja” y el rumbo era irreversible. Los riesgos tomaban un sentido concreto, se acababa la ficción y comenzaba esa ración de la vida real en la cual cada uno era auténticamente quien era.

Ese día, luego de pasar arduas horas perdiendo lo que no tenía, Alonso dijo “rabo e` paja” cuando la apuesta de una isla en el océano Índico no le generó ninguna emoción. Para Martín era las palabras mágicas para derrochar crueldad, era su momento predilecto, el instante del no retorno,  el punto en el cual Alonso comenzaba a desmoronarse.

Lo apostó todo. Cuando no le quedaba ni un sólo céntimo de la vida real, intentó el truco de la seducción imaginaria, quiso jugarse un hueso fósil de dinosaurio, pero Martín no aceptó; “rabo e`paja” se respeta.

-          Puedes arriesgar tu apartamento, siempre y cuando te lleves al perro que tienes cuando te vayas- susurró Martín con una sonrisa a medio camino entre la burla y la lástima.
-          Voy a apostar mi apartamento y si ganas, te quedas también con el perro-
N  No sólo perdió el apartamento, sino que sacó de su lista de intocables
s   su carro, su casa de la playa e incluso las joyas, apreciadísimas por  su mujer, heredadas durante generaciones.
-          Ya lo tienes todo… No me queda nada más-  
-          Te queda la vida, ingrato-
-          Entonces “rabo e` paja”-
Martín sintió un temblor incontrolable, una aceleración en la respiración, un éxtasis de las vísceras al imaginar que Alonso fuera capaz de apostar su vida.
-         No me gusta la sangre, nos vamos al monte, te tomas unas pastillas y yo me cercioro de que pagues tu deuda-
-         Yo apuesto mi vida… ¿qué apuestas tú?-
-          Si ganas te devuelvo todo. Hasta al perro-

Empezaron a jugar. Alonso descubrió que la serenidad lo acompañaba cuando ya no tenía nada, Martín transpiraba en el deleite del juego más emocionante de su vida.  Durante dos horas jugaron, uno dirigido por las imágenes de desapego de sus hijos y de su mujer, el otro fascinado por la visión de un cuerpo muerto por una deuda.

La calma guió a Alonso por los equívocos caminos del azar hasta que, sin darse cuenta, ganó. No sintió emoción, ni alivio, sólo la extrañeza de haber ganado sin esfuerzo, sin la agonía que siempre acompañaba a sus jugadas

-          Te salvaste. Para la próxima trae unas pastillas porque las vas a necesitar, estoy seguro de que vas a perder-
-          No habrá próxima-
-          No te engañes, más rápido de lo que crees vas a regresar-
-          No, nada me hará volver-
-          ¿Nada? ¿Ni siquiera el hecho de que yo también pueda apostar mi vida?-
A   Alonso, fascinado por la visión de un cuerpo muerto por una    deuda, dijo
    Entonces, “rabo e` paja”- 
Publicado por Karina Pugh Briceño en 11:18 0 comentarios
Etiquetas: Rabo e` Paja

sábado, 6 de agosto de 2011

Sístole

Cuando mamá me fue a parir, a su lado estaba un señor muriendo de un infarto. En el ambulatorio rural donde vi la luz, todos tenían el mismo derecho a nacer o entregar el alma bajo el techo de zinc, atendidos por el médico, sudoroso y perfumado, que cuidaba a los enfermos con una sonrisa muy próxima a la piedad. 


Mientras yo nacía, el hombre moría, y eso significó que yo nunca le tuviera miedo a la muerte. Mi madre, una santa, quien creía que yo iba a ser una niña, me iba a llamar Kalónice, pero al verme, y al haber escuchado todo el esfuerzo del doctor al tratar de salvarle la vida a aquel hombre, sólo se le quedó grabada una palabra: Sístole. Así me llamó... Creo que le gustaban las esdrújulas.

De niño, mamá me alertaba sobre la peligrosidad de la parchita: no sólo era venenosa, sino que antes de matar, enloquecía. Yo me perdía por el monte e iba rumbo a donde se encontraba una mata de esa fruta estupenda, la acidez hecha perfume, y abría los frutos, amarillos y carnosos, para beberme su néctar y retar a la suerte. Al regresar, mamá me reprendía -¡Sístole! ¿Dónde estabas? ¡Seguro que te fuiste a comer parchitas! ¡Te vas a volver loco!-. Nunca he podido descubrir por qué los maracuchos le tienen tanto miedo a una fruta siendo capaces de comer tumbarranchos.

De adulto fui trapecista, y aunque el vértigo me taladraba el estómago, me sentía bien haciendo algo que a todos aterrorizaba y que para mí era un juego. Luego fui salvavidas, camionero, soldador y furrero. Nunca me sentí en peligro, hasta que la conocí.

La morena de oro de la gaita, la voz ronquita de los Puertos de Altagracia, las curvas más peligrosas de la costa oriental del lago; así era ella, un huracán, un terremoto, un eclipse de luna, y me miraba a mí. -Sistolito, vení- me decía –Decime si estoy afinada- y empezaba a cantar frente a mí como si tuviera permiso de desbaratarme la existencia.

Cuando me di cuenta, la tenía en mi cama, culebreándome el cuello, envenenándome los pensamientos con sus gaitas al oído, y contándome como ella y su familia se mantuvieron con la fábrica de huevos chimbos que dirigió su abuela con mano de hierro hasta minutos antes de irse a la tumba.

Su aroma era cerril, sus orgasmos rebeldes, su alma irascible y tenía los ojos profundos y clarividentes de las mujeres malvadas. Me hizo inmensamente feliz y me destrozó el corazón cuando me dijo –Sistolito, ve, yo soy un espíritu libre y vos sois muy serio, no podemos seguir juntos. Vos agarráis tu camino y yo el mío, así los dos vamos a ser felices- mientras pestañeaba y se pintaba la boca donde me perdí para siempre y me convertí en el estrangulador de mujeres que usted, señor cura, tiene hoy frente a usted. 
Publicado por Karina Pugh Briceño en 14:16 2 comentarios
Etiquetas: Sístole

martes, 21 de junio de 2011

Almíbar de Dátiles

Dos años a dieta, dos implantes mamarios y dos liposucciones, hicieron de mí una mujer esbelta y bella. Renuncié al pan dulce con leche, a la pasta con crema, a la malta, a la milhoja de arequipe. Renuncié. Me convertí en fan del yogurt, del agua de coco, de los masajes reductores, de las fajas y no me arrepiento. Soy lo que jamás imaginé ser, una mujer sexy... Sexy y sola.
Por eso mis amigas pegaron el grito al cielo cuando les conté que Agustín; si, el mismo de lentes de miopía, barriguita incipiente, discurso epistemológico reincidente y acento indeterminado; me había invitado a cenar. Yo lo tomé como una amabilidad hasta que vi sus ojos, como encendidos detrás de los cristales. Me di cuenta de que me estaba invitando a su casa a cenar. En un arrebato de tedio le dije que si, que iría, que mañana a las cinco de la tarde, como él, como todos nosotros, saldría de la oficina y estaría libre. Total, Agustín pertenece, sin lugar a dudas, a esa estirpe de hombres inofensivos que comen pasticho los domingos y toman ron con cocacola.

Mis amigas deliraron de felicidad ante mis ojos incrédulos. ¿Qué podía ser más soso que una cena con un tipo que sólo vive para leer y que aparenta más edad de la que tiene? Ellas, al unísono corearon felicitaciones, guiños de ojos y varios consejos que suenan terriblemente cursis a los treintaylargos años. Yo iría, por supuesto, vestida de diario, sin ningún mariposeo en el estómago y dispuesta a cenar frugalmente y a agradecer su gesto.

A las cinco en punto Agustín se asomó en mi oficina, me dijo que me esperaría en el estacionamiento. Yo, con esa sensación de hambre soslayada que he tenido desde hace dos años, asentí feliz de que se acercara la cena. Lo seguí, la cola de la autopista era terrible. Él me enviaba mensajitos por el celular diciéndome que estaba encantado de que aceptara su invitación. Yo tratando de ser amable (y guiada por el hambre que ya me estaba acosando) le respondí que había aceptado encantada, pero eso si, iba a comer poco para respetar mi dieta.

Su mesa estaba tímidamente servida. Se disculpó y me dijo que tenía que calentar lo que había cocinado. Me habló de sus antepasados persas, de la cultura ancestral de sabores y perfumes que vivía desde hacía milenios en las tierras calurosas de Irán, que pertenecía a un reducido grupo de católicos iraníes, que estaba haciendo un curso de pensamiento complejo vía Internet.

Al momento de irse a la cocina comencé a sentir un aroma penetrante, de guiso, de especias, de aceites, de hierbas. No sabía exactamente de qué se trataba, pero se me hizo agua la boca. En minutos Agustín regresó con tres platitos, minúsculos, con berenjenas, zanahorias y aceitunas, eran las entradas.

Le digo que no tomo alcohol, me responde que lo sabe y me trae una copa con limonada perfumada con agua de rosas. Al momento de sentarnos a comer, el aroma del guiso era aún más penetrante. Le comento que huele delicioso y me dice que es una receta secreta de su familia, que los ingredientes los trae de su país, que jamás le dice a nadie el secreto de su preparación.

Al probar la primera aceituna un hilo de sudor me corrió por la espalda, era distinta, tremendamente distinta a cualquier aceituna que hubiera probado, carnosa, jugosa, casi acaramelada. Las berenjenas se deshacían en mi boca, las zanahorias, dulces y picantes, eran un deleite en mi paladar.

A medida que comía, Agustín hablaba suavemente. Se quitó los lentes y ante mí apareció un hombre con ojos profundos de pestañas enormísimas. Comía con tanta delicadeza que casi parecía estar rezando y con cada bocado suspiraba y me explicaba como en su familia, son los hombres los cocineros.

El aroma del guiso se me mete en el alma y Agustín se levanta de su silla y exhala un perfume de varón saludable y viril que no se corresponde con esa imagen de ser inofensivo que siempre tuve de él. Regresa de la cocina sonriente y me dice “el cordero es un animal muy especial, si no lo respetas te agrede con un mal sabor, pero si lo mimas, se deja cocinar como una exquisitez”.

Al lado del guiso de cordero, arroz basmati, una salsa de hierbabuena, más limonada con rosas y los ojos de Agustín, incandescentes y entornados, mientras yo engullo y envío a los mil demonios la dieta y la abstinencia.

El penúltimo bocado de cordero me angustia, ya se está terminando este manjar y yo hice una promesa que no he roto en dos años, jamás repetir. Agustín me mira y me dice “voy a servirte un poquito más” yo le devuelvo una mirada suplicante que él entiende de inmediato y me explica “Hago este cordero muy pocas veces al año, te conviene comer todo lo que puedas”. Agradezco íntimamente que me de un buen argumento y le digo que me sirva, que voy a repetir, que me sirva como si fuera la primera ración.

Mientras como, Agustín me comenta que su especialidad es la cocina dulce, los postres de su país son almibarados y rinden culto a los frutos secos. Impaciente, termino de devorar el guiso y experimento una paz de espíritu y un placer gastronómico distribuido por todo el cuerpo.

En un plato azul cobalto, trae una minúscula mousse de crema de leche de cabra regada por un almíbar de dátiles. La cucharilla de desliza por ella y sé que en tres bocados daré buena cuenta de aquella liliputiense delicia. Al llevármela a la boca siento como si miles de estrellitas explotaran en mi lengua y un rocío de miel me bañara entera. Completamente extasiada, me olvido de Agustín y me entrego al goce lúdico y lujurioso que el postre provoca en mí. Cierro los ojos y sólo quedamos ella y yo en el mundo, ella para ser devorada, yo para encontrarme conmigo misma y dar gracias a Dios por estar viva.

Cuando abro los ojos me encuentro con los de Agustín que me mira fijamente y me dice “Esta es una cena dedicada a ti. La cociné para decirte que creo que eres la mujer más bella y solitaria del planeta. Tu soledad y la mía son idénticas, por eso, sabía que sólo tú podrías disfrutar de esta comida como yo lo hago, sólo tú y tu soledad podrían entenderme a mi y a mi soledad”

Cuando lo besé me di cuenta de que él estaba comiendo la misma mousse con un almíbar de damascos.
Publicado por Karina Pugh Briceño en 11:32 4 comentarios
Etiquetas: Almíbar de Dátiles

domingo, 17 de abril de 2011

La hoja dentro de su cuerpo

Siento el rasgado de la tela al contacto con mi recién afilado cuchillo. Luego, el crujir de la piel de la espalda. Tiemblo al constatar que mis fantasías finalmente se concretan. 

El rojo comienza a teñir escandalosamente la inmaculada filipina blanca del Chef Ejecutivo. No grita, apenas lanza un suspiro de incredulidad. No quiero ver su cara, sólo quiero trinchar su carne oxigenada, viva, palpitante. Una ola de euforia me estremece, quiero cantar mientras siento como su vida se escapa por la herida. Soy una vengadora de cocineros maltratados, de ilusos que pusieron sus esperanzas en él, de clientes estafados... Soy yo, su Chef Pastelera, la favorita de su brigada, quien le está dando su merecido.

El instante en el cual toda la hoja del cuchillo habita dentro del su cuerpo es para mí como un paroxismo orgásmico. No lucha, no se queja, sabe que soy yo quien le arrebata la vida, y sabe que es justo que lo haga. Asume su destino de asesinado con más decoro y silencio que sus desórdenes amorosos o sus desfalcos millonarios.

Yo, mientras yace en el suelo de la cocina, pruebo unas fresas, maduras y perfumadas, acabadas de llegar y me pregunto si durante el servicio abrirán la cava grande en la cual pretendo, desmembrado, congelar su cuerpo enorme hasta que decida en qué estofado y con cuales hierbas, cocinarlo para el almuerzo.
Publicado por Karina Pugh Briceño en 16:58 7 comentarios
Etiquetas: La Hoja Dentro de su Cuerpo

miércoles, 13 de abril de 2011

El gringo

Para mi tía Alba
Para mi abuela Celmira

El gringo, sancochándose del calor a orillas del Coquivacoa, engullía, parsimoniosa e inalterablemente, kilos y kilos de huevas de iguana, con las venas del cuello marcándosele, los chorros de sudor corriéndole por la frente y bendiciendo su suerte.

El gringo había llegado a La Concepción huyendo de los horrores de la guerra del Pacífico y de un matrimonio mal avenido que degeneró en divorcio y que sólo le dejó un sabor amargo en la boca que él exorcizó con dulce de icaco y huevos chimbos. Sin saber hablar español, se entendía con los Wayú, silentes y laboriosos, que trabajaban en las contratistas de las petroleras en un intrincado lenguaje de señas que terminó por convertirse en el idioma corporativo de la zona. Era un gringo enorme, rosado y feliz, que descubrió que el único lugar más lindo que su California natal, eran las tierras ardientes del Zulia.

Jugaba béisbol en la hora abrasadora de las 3 de la tarde, se disfrazaba en navidad de San Nicolás, cantaba los coros de las gaitas, inauguraba supermercados, bautizaba niñitos, cazaba iguanas para darse banquete con sus huevas y amarraba las hallacas de las casas vecinas.

Muchos niñitos de de ascendencia wayú se llamaron como el gringo, y las mujeres se lamentaban de que la versión femenina de ese nombre sonara tan feo que ni un maracucho se atreviera a llamar a una inocente niña de esa manera. Muchos años después de su muerte, un concurso de comedores de huevas de iguana y una beca para niños talentosos en el Béisbol, llevan su nombre.

El día que lo vio por primera vez, venía de la mano de su hija. Ella terminaba de freir las últimas empanadas del día y la niña jugaba en la plaza de enfrente cuando el gringo, hambriento como era su estado natural, le preguntó a la niña donde podía comer en su dialecto de señas corporativo. La niña tomó la mano monumental del gringo y se lo llevó a su madre y en un acto premonitorio le dijo “Mami, mi papi tiene hambre”. Ella, que era viuda y que sabía que su hija tenía la lengua llena de presagios, miró al gringo y lo primero que le inspiró fue piedad “pobrecito, parece una langosta de tanto sol”, pensó. Agradeció que el gringo no entendiera a la niña y le sirvió las empanadas hirvientes que le quedaban y un vaso de horchata.

El gringo se volvió loco. Abandonó sus puntuales visitas al burdel del pueblo y las mariposas nocturnas lloraban, culpándose entre ellas por la ausencia. Compraba todas las empandas que ella freía y se las comía de un solo bocado para demostrarle su amor, aprendió las únicas diez palabras en español que siempre pronunció bien para decirle: “bonita señorita, usted es la flor del desierto, cásese conmigo”, se disfrazó de San Nicolás en pleno Junio para llevarle regalos, cantaba en su ventana los blues adoloridos de Nueva Orleáns y una noche deliró hasta la extenuación de fiebre por haber pasado la tarde entera recitándole a gritos y en inglés los fogosos versos de Walt Witman en la plaza frente a su casa. 

Ella decía que no podía casarse con un gringo regorgallero que comía huevas de iguana como postre, que eructaba como un trueno y que podía tomarse cuatro litros de horchata de una sola vez; pero sus argumentos no aguantaron el caudal escandaloso del amor del gringo quien le suplicó, a través de un intérprete, que remediara su esterilidad congénita y le permitiera ponerle su apellido sajón a la niña.


Las señoritas casaderas de familias de bien no dieron crédito a sus oídos cuando se regó por el pueblo que el gringo se casaba, no con una de ellas,


no con una gringa, sino con una viuda vendedora de empanadas, curvilínea, morena y de ojos verdes, nacida en Santa Lucía.




Se dijo que ella lo había emponzoñado del mal de amor con una pócima revuelta con la horchata, se dijo que la niña era de él y que en un viaje anterior había dejado ese cabo suelto y ahora tenía que recogerlo, se dijo que los ojos verdes de ella funcionaban como maleficio para los gringos grandes, rosados y felices, se dijo que era la niña la que ejercía esa atracción con el poder insondable de su orfandad, se dijeron muchas cosas de las cuales ellos jamás se enteraron porque en la embriaguez del amor bilingüe, compraron una casona de fachada de colores y allí vivieron, dichosos, hasta que el gringo murió de viejo en los brazos de ella, recitando los versos ardientes de Walt Whitman y jurándole amor eterno más allá de todos los tiempos.

Publicado por Karina Pugh Briceño en 7:10 5 comentarios
Etiquetas: El Gringo

miércoles, 6 de abril de 2011

BAJO LA TÚNICA VEGETAL


Mirem se siente en completa paz en el río. Nunca extrañó el cambio de estaciones, ni el bacalao, inclusive ni siquiera extrañó a su familia, y a pesar de que su acento ibérico sigue intacto, su personalidad se adaptó rápidamente al escándalo y al calor de Choroní. El amor de Sergio ayudó, ese vértigo de felicidad permanente que ni siquiera sus malos pasos han logrado apaciguar.

Shoco se acerca al río sola, su madre y su tía se quedaron en el shabono preparando la yuca para el cazabe mientras ella, escabulléndose de sus miradas y estrenando su adultez recién cumplida, ejerció su primera decisión de mujer fértil y se escapó para darse un baño lento y largo que le apaciguara el calor. Apenas despunta en una adolescencia avispada y rebelde que adorna con arabescos de onoto en su cara. Es una flor feliz.

Carlos y el Chino la miran, nerviosos pero decididos, van a cobrarse los varios millones que Sergio les adeuda por la cocaína que nunca pagó. El Chino, piensa que a pesar de que la van a secuestrar, él podría complacerla en todo, convertirla en su reina, mimarla hasta el hastío. Hipnotizado por su figura delgada, anhela convencerla de irse con él, de abandonar a Sergio, de huir a ese lugar mítico en el cual ella nació y donde nieva a orillas del mar y fuman marihuana delante de los policías.

Mientras se sumerge en el agua, escucha los ruidos de la selva, los monos y su escándalo, las guacamayas que gritan mientras vuelan, los bachacos que marchan, la llovizna eterna que cae. Ella sabe que no debería estar sola, pero sabe también que de ahora en adelante es dueña absoluta de sus decisiones. Justo en ese momento, mientras flota con la panza hacia arriba, los hombres, escondidos en la bruma selvática, deciden abalanzarse sobre ella y llevársela.

Apenas logra ver a las dos figuras que la amenazan con un puñal en el cuello, amarran a Mirem y le cubren la cara con una tela. Forcejea. Sabe que Sergio y su vicio tienen que ver con los rasguños y estrujones que seguramente se convertirían en hematomas. No hay testigos, a plena luz del día ella es raptada y trasladada a empujones a una camioneta que la lleva a un rancho a medio terminar en las afueras de Choroní.

Con las muñecas y los tobillos amarrados y suspendida en una vara, los hombres llevan a Shoco. El shabono de plátano-teri se ha quedado sin mujeres y el de zinc-teri, más débil en fuerzas pero rico en hembras, es un blanco fácil para los guerreros que han vigilado a Shoco durante semanas. El pánico la enmudeció, sólo mira hacia arriba las heridas brillantes que el sol hace en la túnica vegetal de la selva. Escucha que volverán, que raptarán a otras; los hombres se ríen y elevan cantos de victoria mientras ella piensa frenéticamente en cómo escapar. El dolor en las muñecas es insoportable, sabe que sangra y que su familia debe estar alarmada por su ausencia. Sabe también que en poco tiempo comenzará la búsqueda, sabe que no debe hacer ruido ni demostrar insolencia.

Sedienta, vendada y atemorizada, habla, pregunta frenéticamente la razón de su secuestro, ofrece dinero, habla de los euros que guarda en su cuenta española, promete no denunciarlos; con la voz quebrada susurra que tiene la boca seca. Siente el dolor de sus muñecas mallugadas, tiembla sin control y piensa que pronto Sergio llamará al celular que se quedó abandonado en el río, sospechará de su ausencia y empezará a buscarla.

En el tiempo eterno que ha transcurrido, ha urdido varios planes de escapatoria, todos improbables. Está segura de que si grita, la golpearán; así que en silencio trata de identificar a los hombres, de adivinar sus caracteres, de percibir alguna rendija en sus fuerzas que ella pudiera aprovechar para escapar, pero es en vano, los hombres son una masa uniforme de poder que la aleja de su familia y la lleva al infierno de pertenecer a extraños.

Los secuestradores, sobresaltados y eufóricos, susurran entre sí sobre el destino de su botín, tratando que ella no los escuche y los reconozca. Carlos propone cobrarse en la carne blanca de la españolita el dinero, el Chino se niega y argumenta que Sergio los perseguiría hasta matarlos. Ambos acuerdan esperar a que pasen algunas horas mientras deciden qué hacer. Mientras tanto, hace la lista mental de los enemigos de Sergio y se da cuenta de que una enorme cantidad de personas, tanto en Choroní, como en Maracay e incluso fuera del país, tendrían motivos suficientes para querer cobrarle cuentas pendientes. Sergio y sus promesas de amor eterno, Sergio y sus infidelidades obvias, Sergio y su nariz ávida de polvo blanco.

Los hombres están cansados, ella no siente las manos ni los pies. La sueltan bruscamente en el suelo y ellos se echan cerca de ella. Una flecha cae junto a sus manos, Shoco sabe que, en un momento como ese, los hombres van armados con flechas envenenadas con curare para protegerse o cazar. Una luz se hace en su mente, la posibilidad de liberarse, de salir del tormento, de estar en paz. Acerca lentamente sus manos entumecidas a la punta de la flecha, contiene la respiración, recuerda los cuentos en su shabono acerca de robos anteriores, de mujeres que fueron raptadas y nunca volvieron y sabe que ella no podría sobrevivir al sufrimiento de perder a su familia.

Ella se da cuenta de que los dos hombres están ahí porque el susurro se hace cada vez menos disimulado. Comienza a llorar por genuino miedo y como estrategia para ablandarles el corazón. Una puerta se abre y se cierra, ella pregunta si hay alguien ahí, si por piedad podrían aflojarle los amarres de las muñecas, uno de los hombres se le acerca y le dice “cálmate, no te va a pasar nada”, reconoce a el Chino y sabe que en su corazón hay una grieta por la cual ella podrá encontrar piedad. Un manantial de súplicas le sale por la boca, de juramentos de silencio e incluso, una clara indirecta acerca de estar a punto de abandonar a Sergio. El Chino balbucea palabras de tranquilidad - aquí no va a pasar nada, todo está bajo control-. Mirem responde - Chino, sácame de aquí, vente conmigo, aquí nadie nos quiere-.

Con las muñecas libres y viéndolo a los ojos, acepta sus besos, el Chino le pide perdón de rodillas y le propone huir ahora que Carlos está llamando a Sergio para pedirle el rescate, ella lo abraza mientras llora y lentamente baja la mano hasta el bolsillo en el que el Chino siempre guarda su puñal, el cual, minutos después, estará en el suelo, ensangrentado, luego de perforar la garganta de su dueño que agoniza mientras Mirem, sin mirar hacia atrás, huye de Choroní para siempre a acurrucarse debajo de su cama, maldiciendo al Caribe, en la fría ciudad de Vitoria.

La segunda decisión de mujer fértil que Shoco toma es clavar la punta de la flecha en su mano. La penetración del veneno le contrae el cuerpo, pero no emite ningún sonido. Soporta el dolor con la dignidad de quien se hace cargo de su vida. Recuerda a su madre y a su tía decorándole el cuerpo con onoto y carbón, los días de aislamiento cuando la sangre entre sus piernas anunció la noticia de su madurez, y es feliz, en medio de las sacudidas instantáneas que el curare le provoca, al saber que fue ella, y nadie más, quien decidió su destino y que en la mitad de la selva su familia encontrará su cuerpo de valiente mientras en plátano-teri se lamentarán por la pérdida de un tesoro que se malogró en el camino.


Publicado por Karina Pugh Briceño en 7:57 0 comentarios
Etiquetas: Bajo la Túnica Vegetal

jueves, 17 de marzo de 2011

Gatopardo

Amor mío:

Paladeando aún el sabor de tu piel, te escribo.

Estás acostado boca abajo, con la espalda descubierta y tal vez soñando mientras yo escribo esta carta. Es cierto lo que supones, sin embargo hay un matiz que desconoces. Hoy, al despertar y leer estas letras, te sorprenderás de lo inocente que has sido.

Desde que comenzamos a compartirnos, mi feminidad se ha revelado como una orquídea perfumada y silvestre que florece con descaro. Desde la primera vez supe que estaba hecha para retozar bajo las sábanas contigo y nuestros amigos, que había pasado la vida anhelando algo desconocido que finalmente hallé entre los pliegues de las pieles sudorosas y encendidas de quienes han participado de nuestras lujuriosas celebraciones.

Acaba de irse Joaquina, extenuada y feliz, me ha dicho que regresará en la mañana para conversar contigo. Yo supe, al instante, que Joaquina era maravillosa, tanto, que tuve mis dudas con respecto a meterla en nuestra cama, pues, sabía que sus ojos rasgados, su inteligencia cáustica y su metro sesenta y cinco iban a causar en ti el efecto de un sismo. No sentí lo mismo con Malú, la primera que entró en nuestro dormitorio, en donde ambos temblábamos de miedo mientras ella, experimentada y amable, nos decía que no había razón para temer, que era de lo más natural, que ella haría todo y que nosotros nos dejáramos llevar. Tampoco lo sentí con Alfredo, el primer hombre a quien invitamos para que fuera nuestro compañero de juegos, a quien siempre vi como un amigo de esos que conoces desde siempre, inofensivo y grácil, quien nos abrió las puertas de su sexualidad radiante y nos hizo reír con sus ocurrencias.

Tú, entre todos, siempre resaltaste, mi adorado, como quien más seguro estaba, como quien más se divertía. Tu cuerpo se adaptó de inmediato a recibir cariño de dos bocas, a festejar ruidosamente el placer que te prodigábamos, a celebrar el hecho de que tú y tu esposa pudieran ser felices dándose el uno al otro el sofisticado placer de otros cuerpos. Cada vez que probé tu sexo meloso aderezado con el sabor de alguna de nuestras amigas, pensé en la fortuna de tenerte, de que yo, y no otra, fuera el amor de tu vida.

Joaquina es diferente. Jamás la vi como una amiga, sino como a alguien que se me había extraviado y al fin encontré. Sé que tú experimentaste lo mismo, y el mutismo sobre este asunto es revelador. Jamás hablamos de lo magnífica que era, nunca elogiamos sus caderas grandiosas, su boca jugosa, su post grado en gerencia ni su gusto por el chardonnay. Jamás dijimos palabra alguna luego de que, los tres al unísono, nos extraviáramos en el éxtasis, convertidos en un sándwich almibarado… Y ahora, es tarde.

Joaquina, en la mitad de un beso me confesó que nos amaba, y yo sé que tú siempre lo has sabido. Justo cuando ambas nos deleitábamos con tus caricias, me susurró que estaba enamorada de “nosotros”. Sé que ese “nosotros” es un eufemismo para hablar de ti, sé que tu mirada la paraliza, que a pesar de que yo la haga vibrar con mis manos y que le encante mi risotto a la milanesa, eres tú, mi amado, quien motiva sus visitas y sus suspiros, sé que es por ti que usa esas encantadoras y demodé medias caladas que la hacen parecer una Betty Boop postmoderna, sé además, que me quiere mucho y que no siente celos de mí, justamente porque sabe que me doy cuenta del candor de sus sentimientos.

Te dejo, cariño, porque puedo compartir tu cuerpo, pero no tu amor. Te dejo porque sabes que te amo y que entiendes que no puedo sino maravillarme porque alguien también te ame. Te dejo porque tú me enseñaste a ser feliz hasta en las turbulencias más desesperanzadoras.


Me voy con Joaquina, me voy a acurrucar en su cama, a sumergirme en su bosque marino para escapar del hecho de que sé que la amas. Así que, si me dejas por ella, allá estaré yo, con ella, esperándote.
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Entre la cocina, las letras, los colores, los perfumes y la dicha de los afectos, me encuentro conmigo y celebro la fiesta de este intenso paso por el mundo
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El placer es el bien primero. Es el comienzo de toda preferencia y de toda aversión. Es la ausencia del dolor en el cuerpo y la inquietud en el alma

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