Caminaba de una esquina a la otra, descalza con sus pies hinchados y el cabello recogido; un aroma a caldo de gallina perfumado con hierbas le hacía agua la boca, pero calmaba su hambre con agua fría, pues desde hacía tres horas estaba en trabajo de parto.
Escuchaba el ruido de la cocina contigua; sabía que la sopa estaba ya lista y trataba de distraerse con estos pensamientos cada vez que la punzada de la contracción la hacía palidecer.
Estaba sola, como sola había estado desde el momento que se supo embarazada; aquel amor que la llenó de luces y trinos de pájaros se fue dejándole los recuerdos y un corazón latiéndole en la barriga, pero estaba feliz, había descubierto muchas cosas nuevas durante su embarazo; había aprendido a respirar tan profundamente como para relajar su cuerpo hasta llegar a sentirse casi dormida pero alerta, había aprendido a comer frutas (que antes odiaba), había aprendido a diferenciar sutilezas en los ácidos de las naranjas, escalas de dulzor en las uvas, texturas indescriptibles en cada aguacate; se había reconciliado con la comida después de haber sido su víctima durante años de bulimia feroz. Por una ironía del destino, su embarazo eliminó aquella necesidad maligna de devolver por la vía inversa cuanto alimento tocaba su lengua, para regalarle la paz de una comida bien saboreada y bien asimilada, un amor instantáneo por su cuerpo curvilíneo y el huésped que habitaba en él. Estaba sana y a punto de dar a luz.
Un color azul índigo le nubló los ojos anunciándole la próxima contracción que le hizo brotar lágrimas; el médico le había dicho que el parto apenas comenzaba, que por ser primeriza pariría tal vez en la noche y aún no era mediodía; se sentó en un sillón y soportó aquél baño de agujas que le caían en el vientre, cuando volvió a ver con claridad, la contracción le había dejado un sabor salado en la boca, ya no tenía agua en su cuarto y decidió ir a la cocina a buscarla y a torturarse con el aroma suculento del aquél caldo de gallina que no podía comer.
Al entrar en la cocina quedó deslumbrada, era un lugar amplio, fresco, perfumado por las hojas de cilantro recién cortadas y de las cebollas que se freían en una sartén. La cocinera era una mujer mayor, de cabello pulcramente recogido con un largo vestido de flores y un delantal amarillo.
Era un sitio iluminado como un hogar y no como lo que era: la cocina de un precario hospital instalado en una casona de una antigua hacienda de caña de azúcar.
La cocinera la miró y quedó asombrada por el tamaño de la barriga, redonda y tensa, le preguntó por qué estaba ahí y respondió - Tengo sed - La cocinera le acercó un vaso de agua helada que tomó poco a poco mientras descansaba su pesado cuerpo en una silla cerca de la mesa donde estaban los ajíes dulces, el perejil, la hierbabuena, los ajos, todos cortados, listos para ser regados sobre la sopa humeante.
Un bienestar fresco le abrazó el cuerpo, se sintió cómoda con la compañía de la cocinera, pues desde temprano la había escuchado cantar, mientras cocinaba, los boleros apasionados del trío Los Panchos, y a propósito tarareó uno que rescató de lo profundo de su memoria, a lo que la cocinera respondió de inmediato con una profunda voz de contralto del campo.
Cantaron suavemente, una para distraer los dolores, la otra por el simple gusto de cantar mientras cocinaba. Se repitieron las contracciones cada vez más intensas; la cocinera pasaba pedacitos de hielo por los labios y la frente de ella que resistía sin emitir un quejido y que al recuperarse retomaba la canción que habían dejado a medias justo en el tono donde la había dejado. Cantaron sobre mujeres malvadas, sobre hombres tristes, corazones rotos y amores imposibles, siempre afinadas.
En un momento, una contracción anuló los sonidos, la aisló del mundo y la puso frente a sí misma cuando tenía 12 años, rebelde, asustada, aborreciendo la comida; se vio con el cabello largo tejido en dos trenzas, pálida pero sonreída. Estuvo mirándose un buen rato, embelesada por la delgadez que lucía en aquél tiempo y por la valentía que se translucía en su mirada de cobre.
Cuando volvió al mundo estaba sobre la mesa, no podía retener en su garganta los gritos que salían en una cascada por el dolor sordo que le partía el cuerpo en dos. - Niña, puja, que aquí viene tu hijo - escuchó en perfecto contralto; miraba hacia el techo mientras su cadera se abría, independientemente de ella y el aroma del cilantro le colmaba los pulmones. El alma se le escapaba por los poros, perdió la noción del tiempo, sintió que había vivido toda una vida en aquél dolor insoportable que le prometía el amor.
Las manos de la cocinera, perfumadas por el ají dulce y el culantro de monte, acariciaban su frente sudorosa y le daban una enorme sensación de seguridad… Y escuchó el llanto, aquél llanto casi inaudible, como el de un gatito, y en ese instante, supo que estaba hecha de la madera materna con la que se esculpieron las madres más felices de la historia.
Su hijo había nacido sobre la mesa de la cocina. La única enfermera del hospital, llegó sudada y con la respiración agitada, casi reclamando el adelanto del parto y la idea enloquecida de parir en el depósito del hospital, un lugar abandonado y sucio, que por alguna razón, jamás lograban clausurar, donde algunos aseguran haber visto a una mujer espectral que cocinaba cantando, y donde de día y de noche se siente el aroma de un caldo de gallina perfumado con hierbas.
1 comentarios:
Guao, Karina! genial... jamás hubiese imaginado el final...
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