Siento el rasgado de la tela al contacto con mi recién afilado cuchillo. Luego, el crujir de la piel de la espalda. Tiemblo al constatar que mis fantasías finalmente se concretan.

El instante en el cual toda la hoja del cuchillo habita dentro del su cuerpo es para mí como un paroxismo orgásmico. No lucha, no se queja, sabe que soy yo quien le arrebata la vida, y sabe que es justo que lo haga. Asume su destino de asesinado con más decoro y silencio que sus desórdenes amorosos o sus desfalcos millonarios.
Yo, mientras yace en el suelo de la cocina, pruebo unas fresas, maduras y perfumadas, acabadas de llegar y me pregunto si durante el servicio abrirán la cava grande en la cual pretendo, desmembrado, congelar su cuerpo enorme hasta que decida en qué estofado y con cuales hierbas, cocinarlo para el almuerzo.