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Hija de Epicuro

domingo, 17 de abril de 2011

La hoja dentro de su cuerpo

Siento el rasgado de la tela al contacto con mi recién afilado cuchillo. Luego, el crujir de la piel de la espalda. Tiemblo al constatar que mis fantasías finalmente se concretan. 

El rojo comienza a teñir escandalosamente la inmaculada filipina blanca del Chef Ejecutivo. No grita, apenas lanza un suspiro de incredulidad. No quiero ver su cara, sólo quiero trinchar su carne oxigenada, viva, palpitante. Una ola de euforia me estremece, quiero cantar mientras siento como su vida se escapa por la herida. Soy una vengadora de cocineros maltratados, de ilusos que pusieron sus esperanzas en él, de clientes estafados... Soy yo, su Chef Pastelera, la favorita de su brigada, quien le está dando su merecido.

El instante en el cual toda la hoja del cuchillo habita dentro del su cuerpo es para mí como un paroxismo orgásmico. No lucha, no se queja, sabe que soy yo quien le arrebata la vida, y sabe que es justo que lo haga. Asume su destino de asesinado con más decoro y silencio que sus desórdenes amorosos o sus desfalcos millonarios.

Yo, mientras yace en el suelo de la cocina, pruebo unas fresas, maduras y perfumadas, acabadas de llegar y me pregunto si durante el servicio abrirán la cava grande en la cual pretendo, desmembrado, congelar su cuerpo enorme hasta que decida en qué estofado y con cuales hierbas, cocinarlo para el almuerzo.
Publicado por Karina Pugh Briceño en 16:58 7 comentarios
Etiquetas: La Hoja Dentro de su Cuerpo

miércoles, 13 de abril de 2011

El gringo

Para mi tía Alba
Para mi abuela Celmira

El gringo, sancochándose del calor a orillas del Coquivacoa, engullía, parsimoniosa e inalterablemente, kilos y kilos de huevas de iguana, con las venas del cuello marcándosele, los chorros de sudor corriéndole por la frente y bendiciendo su suerte.

El gringo había llegado a La Concepción huyendo de los horrores de la guerra del Pacífico y de un matrimonio mal avenido que degeneró en divorcio y que sólo le dejó un sabor amargo en la boca que él exorcizó con dulce de icaco y huevos chimbos. Sin saber hablar español, se entendía con los Wayú, silentes y laboriosos, que trabajaban en las contratistas de las petroleras en un intrincado lenguaje de señas que terminó por convertirse en el idioma corporativo de la zona. Era un gringo enorme, rosado y feliz, que descubrió que el único lugar más lindo que su California natal, eran las tierras ardientes del Zulia.

Jugaba béisbol en la hora abrasadora de las 3 de la tarde, se disfrazaba en navidad de San Nicolás, cantaba los coros de las gaitas, inauguraba supermercados, bautizaba niñitos, cazaba iguanas para darse banquete con sus huevas y amarraba las hallacas de las casas vecinas.

Muchos niñitos de de ascendencia wayú se llamaron como el gringo, y las mujeres se lamentaban de que la versión femenina de ese nombre sonara tan feo que ni un maracucho se atreviera a llamar a una inocente niña de esa manera. Muchos años después de su muerte, un concurso de comedores de huevas de iguana y una beca para niños talentosos en el Béisbol, llevan su nombre.

El día que lo vio por primera vez, venía de la mano de su hija. Ella terminaba de freir las últimas empanadas del día y la niña jugaba en la plaza de enfrente cuando el gringo, hambriento como era su estado natural, le preguntó a la niña donde podía comer en su dialecto de señas corporativo. La niña tomó la mano monumental del gringo y se lo llevó a su madre y en un acto premonitorio le dijo “Mami, mi papi tiene hambre”. Ella, que era viuda y que sabía que su hija tenía la lengua llena de presagios, miró al gringo y lo primero que le inspiró fue piedad “pobrecito, parece una langosta de tanto sol”, pensó. Agradeció que el gringo no entendiera a la niña y le sirvió las empanadas hirvientes que le quedaban y un vaso de horchata.

El gringo se volvió loco. Abandonó sus puntuales visitas al burdel del pueblo y las mariposas nocturnas lloraban, culpándose entre ellas por la ausencia. Compraba todas las empandas que ella freía y se las comía de un solo bocado para demostrarle su amor, aprendió las únicas diez palabras en español que siempre pronunció bien para decirle: “bonita señorita, usted es la flor del desierto, cásese conmigo”, se disfrazó de San Nicolás en pleno Junio para llevarle regalos, cantaba en su ventana los blues adoloridos de Nueva Orleáns y una noche deliró hasta la extenuación de fiebre por haber pasado la tarde entera recitándole a gritos y en inglés los fogosos versos de Walt Witman en la plaza frente a su casa. 

Ella decía que no podía casarse con un gringo regorgallero que comía huevas de iguana como postre, que eructaba como un trueno y que podía tomarse cuatro litros de horchata de una sola vez; pero sus argumentos no aguantaron el caudal escandaloso del amor del gringo quien le suplicó, a través de un intérprete, que remediara su esterilidad congénita y le permitiera ponerle su apellido sajón a la niña.


Las señoritas casaderas de familias de bien no dieron crédito a sus oídos cuando se regó por el pueblo que el gringo se casaba, no con una de ellas,


no con una gringa, sino con una viuda vendedora de empanadas, curvilínea, morena y de ojos verdes, nacida en Santa Lucía.




Se dijo que ella lo había emponzoñado del mal de amor con una pócima revuelta con la horchata, se dijo que la niña era de él y que en un viaje anterior había dejado ese cabo suelto y ahora tenía que recogerlo, se dijo que los ojos verdes de ella funcionaban como maleficio para los gringos grandes, rosados y felices, se dijo que era la niña la que ejercía esa atracción con el poder insondable de su orfandad, se dijeron muchas cosas de las cuales ellos jamás se enteraron porque en la embriaguez del amor bilingüe, compraron una casona de fachada de colores y allí vivieron, dichosos, hasta que el gringo murió de viejo en los brazos de ella, recitando los versos ardientes de Walt Whitman y jurándole amor eterno más allá de todos los tiempos.

Publicado por Karina Pugh Briceño en 7:10 5 comentarios
Etiquetas: El Gringo

miércoles, 6 de abril de 2011

BAJO LA TÚNICA VEGETAL


Mirem se siente en completa paz en el río. Nunca extrañó el cambio de estaciones, ni el bacalao, inclusive ni siquiera extrañó a su familia, y a pesar de que su acento ibérico sigue intacto, su personalidad se adaptó rápidamente al escándalo y al calor de Choroní. El amor de Sergio ayudó, ese vértigo de felicidad permanente que ni siquiera sus malos pasos han logrado apaciguar.

Shoco se acerca al río sola, su madre y su tía se quedaron en el shabono preparando la yuca para el cazabe mientras ella, escabulléndose de sus miradas y estrenando su adultez recién cumplida, ejerció su primera decisión de mujer fértil y se escapó para darse un baño lento y largo que le apaciguara el calor. Apenas despunta en una adolescencia avispada y rebelde que adorna con arabescos de onoto en su cara. Es una flor feliz.

Carlos y el Chino la miran, nerviosos pero decididos, van a cobrarse los varios millones que Sergio les adeuda por la cocaína que nunca pagó. El Chino, piensa que a pesar de que la van a secuestrar, él podría complacerla en todo, convertirla en su reina, mimarla hasta el hastío. Hipnotizado por su figura delgada, anhela convencerla de irse con él, de abandonar a Sergio, de huir a ese lugar mítico en el cual ella nació y donde nieva a orillas del mar y fuman marihuana delante de los policías.

Mientras se sumerge en el agua, escucha los ruidos de la selva, los monos y su escándalo, las guacamayas que gritan mientras vuelan, los bachacos que marchan, la llovizna eterna que cae. Ella sabe que no debería estar sola, pero sabe también que de ahora en adelante es dueña absoluta de sus decisiones. Justo en ese momento, mientras flota con la panza hacia arriba, los hombres, escondidos en la bruma selvática, deciden abalanzarse sobre ella y llevársela.

Apenas logra ver a las dos figuras que la amenazan con un puñal en el cuello, amarran a Mirem y le cubren la cara con una tela. Forcejea. Sabe que Sergio y su vicio tienen que ver con los rasguños y estrujones que seguramente se convertirían en hematomas. No hay testigos, a plena luz del día ella es raptada y trasladada a empujones a una camioneta que la lleva a un rancho a medio terminar en las afueras de Choroní.

Con las muñecas y los tobillos amarrados y suspendida en una vara, los hombres llevan a Shoco. El shabono de plátano-teri se ha quedado sin mujeres y el de zinc-teri, más débil en fuerzas pero rico en hembras, es un blanco fácil para los guerreros que han vigilado a Shoco durante semanas. El pánico la enmudeció, sólo mira hacia arriba las heridas brillantes que el sol hace en la túnica vegetal de la selva. Escucha que volverán, que raptarán a otras; los hombres se ríen y elevan cantos de victoria mientras ella piensa frenéticamente en cómo escapar. El dolor en las muñecas es insoportable, sabe que sangra y que su familia debe estar alarmada por su ausencia. Sabe también que en poco tiempo comenzará la búsqueda, sabe que no debe hacer ruido ni demostrar insolencia.

Sedienta, vendada y atemorizada, habla, pregunta frenéticamente la razón de su secuestro, ofrece dinero, habla de los euros que guarda en su cuenta española, promete no denunciarlos; con la voz quebrada susurra que tiene la boca seca. Siente el dolor de sus muñecas mallugadas, tiembla sin control y piensa que pronto Sergio llamará al celular que se quedó abandonado en el río, sospechará de su ausencia y empezará a buscarla.

En el tiempo eterno que ha transcurrido, ha urdido varios planes de escapatoria, todos improbables. Está segura de que si grita, la golpearán; así que en silencio trata de identificar a los hombres, de adivinar sus caracteres, de percibir alguna rendija en sus fuerzas que ella pudiera aprovechar para escapar, pero es en vano, los hombres son una masa uniforme de poder que la aleja de su familia y la lleva al infierno de pertenecer a extraños.

Los secuestradores, sobresaltados y eufóricos, susurran entre sí sobre el destino de su botín, tratando que ella no los escuche y los reconozca. Carlos propone cobrarse en la carne blanca de la españolita el dinero, el Chino se niega y argumenta que Sergio los perseguiría hasta matarlos. Ambos acuerdan esperar a que pasen algunas horas mientras deciden qué hacer. Mientras tanto, hace la lista mental de los enemigos de Sergio y se da cuenta de que una enorme cantidad de personas, tanto en Choroní, como en Maracay e incluso fuera del país, tendrían motivos suficientes para querer cobrarle cuentas pendientes. Sergio y sus promesas de amor eterno, Sergio y sus infidelidades obvias, Sergio y su nariz ávida de polvo blanco.

Los hombres están cansados, ella no siente las manos ni los pies. La sueltan bruscamente en el suelo y ellos se echan cerca de ella. Una flecha cae junto a sus manos, Shoco sabe que, en un momento como ese, los hombres van armados con flechas envenenadas con curare para protegerse o cazar. Una luz se hace en su mente, la posibilidad de liberarse, de salir del tormento, de estar en paz. Acerca lentamente sus manos entumecidas a la punta de la flecha, contiene la respiración, recuerda los cuentos en su shabono acerca de robos anteriores, de mujeres que fueron raptadas y nunca volvieron y sabe que ella no podría sobrevivir al sufrimiento de perder a su familia.

Ella se da cuenta de que los dos hombres están ahí porque el susurro se hace cada vez menos disimulado. Comienza a llorar por genuino miedo y como estrategia para ablandarles el corazón. Una puerta se abre y se cierra, ella pregunta si hay alguien ahí, si por piedad podrían aflojarle los amarres de las muñecas, uno de los hombres se le acerca y le dice “cálmate, no te va a pasar nada”, reconoce a el Chino y sabe que en su corazón hay una grieta por la cual ella podrá encontrar piedad. Un manantial de súplicas le sale por la boca, de juramentos de silencio e incluso, una clara indirecta acerca de estar a punto de abandonar a Sergio. El Chino balbucea palabras de tranquilidad - aquí no va a pasar nada, todo está bajo control-. Mirem responde - Chino, sácame de aquí, vente conmigo, aquí nadie nos quiere-.

Con las muñecas libres y viéndolo a los ojos, acepta sus besos, el Chino le pide perdón de rodillas y le propone huir ahora que Carlos está llamando a Sergio para pedirle el rescate, ella lo abraza mientras llora y lentamente baja la mano hasta el bolsillo en el que el Chino siempre guarda su puñal, el cual, minutos después, estará en el suelo, ensangrentado, luego de perforar la garganta de su dueño que agoniza mientras Mirem, sin mirar hacia atrás, huye de Choroní para siempre a acurrucarse debajo de su cama, maldiciendo al Caribe, en la fría ciudad de Vitoria.

La segunda decisión de mujer fértil que Shoco toma es clavar la punta de la flecha en su mano. La penetración del veneno le contrae el cuerpo, pero no emite ningún sonido. Soporta el dolor con la dignidad de quien se hace cargo de su vida. Recuerda a su madre y a su tía decorándole el cuerpo con onoto y carbón, los días de aislamiento cuando la sangre entre sus piernas anunció la noticia de su madurez, y es feliz, en medio de las sacudidas instantáneas que el curare le provoca, al saber que fue ella, y nadie más, quien decidió su destino y que en la mitad de la selva su familia encontrará su cuerpo de valiente mientras en plátano-teri se lamentarán por la pérdida de un tesoro que se malogró en el camino.


Publicado por Karina Pugh Briceño en 7:57 0 comentarios
Etiquetas: Bajo la Túnica Vegetal
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