Dos años a dieta, dos implantes mamarios y dos liposucciones, hicieron de mí una mujer esbelta y bella. Renuncié al pan dulce con leche, a la pasta con crema, a la malta, a la milhoja de arequipe. Renuncié. Me convertí en fan del yogurt, del agua de coco, de los masajes reductores, de las fajas y no me arrepiento. Soy lo que jamás imaginé ser, una mujer sexy... Sexy y sola.
Por eso mis amigas pegaron el grito al cielo cuando les conté que Agustín; si, el mismo de lentes de miopía, barriguita incipiente, discurso epistemológico reincidente y acento indeterminado; me había invitado a cenar. Yo lo tomé como una amabilidad hasta que vi sus ojos, como encendidos detrás de los cristales. Me di cuenta de que me estaba invitando a su casa a cenar. En un arrebato de tedio le dije que si, que iría, que mañana a las cinco de la tarde, como él, como todos nosotros, saldría de la oficina y estaría libre. Total, Agustín pertenece, sin lugar a dudas, a esa estirpe de hombres inofensivos que comen pasticho los domingos y toman ron con cocacola.
Mis amigas deliraron de felicidad ante mis ojos incrédulos. ¿Qué podía ser más soso que una cena con un tipo que sólo vive para leer y que aparenta más edad de la que tiene? Ellas, al unísono corearon felicitaciones, guiños de ojos y varios consejos que suenan terriblemente cursis a los treintaylargos años. Yo iría, por supuesto, vestida de diario, sin ningún mariposeo en el estómago y dispuesta a cenar frugalmente y a agradecer su gesto.
A las cinco en punto Agustín se asomó en mi oficina, me dijo que me esperaría en el estacionamiento. Yo, con esa sensación de hambre soslayada que he tenido desde hace dos años, asentí feliz de que se acercara la cena. Lo seguí, la cola de la autopista era terrible. Él me enviaba mensajitos por el celular diciéndome que estaba encantado de que aceptara su invitación. Yo tratando de ser amable (y guiada por el hambre que ya me estaba acosando) le respondí que había aceptado encantada, pero eso si, iba a comer poco para respetar mi dieta.
Su mesa estaba tímidamente servida. Se disculpó y me dijo que tenía que calentar lo que había cocinado. Me habló de sus antepasados persas, de la cultura ancestral de sabores y perfumes que vivía desde hacía milenios en las tierras calurosas de Irán, que pertenecía a un reducido grupo de católicos iraníes, que estaba haciendo un curso de pensamiento complejo vía Internet.
Al momento de irse a la cocina comencé a sentir un aroma penetrante, de guiso, de especias, de aceites, de hierbas. No sabía exactamente de qué se trataba, pero se me hizo agua la boca. En minutos Agustín regresó con tres platitos, minúsculos, con berenjenas, zanahorias y aceitunas, eran las entradas.
Le digo que no tomo alcohol, me responde que lo sabe y me trae una copa con limonada perfumada con agua de rosas. Al momento de sentarnos a comer, el aroma del guiso era aún más penetrante. Le comento que huele delicioso y me dice que es una receta secreta de su familia, que los ingredientes los trae de su país, que jamás le dice a nadie el secreto de su preparación.
Al probar la primera aceituna un hilo de sudor me corrió por la espalda, era distinta, tremendamente distinta a cualquier aceituna que hubiera probado, carnosa, jugosa, casi acaramelada. Las berenjenas se deshacían en mi boca, las zanahorias, dulces y picantes, eran un deleite en mi paladar.
A medida que comía, Agustín hablaba suavemente. Se quitó los lentes y ante mí apareció un hombre con ojos profundos de pestañas enormísimas. Comía con tanta delicadeza que casi parecía estar rezando y con cada bocado suspiraba y me explicaba como en su familia, son los hombres los cocineros.
El aroma del guiso se me mete en el alma y Agustín se levanta de su silla y exhala un perfume de varón saludable y viril que no se corresponde con esa imagen de ser inofensivo que siempre tuve de él. Regresa de la cocina sonriente y me dice “el cordero es un animal muy especial, si no lo respetas te agrede con un mal sabor, pero si lo mimas, se deja cocinar como una exquisitez”.
Al lado del guiso de cordero, arroz basmati, una salsa de hierbabuena, más limonada con rosas y los ojos de Agustín, incandescentes y entornados, mientras yo engullo y envío a los mil demonios la dieta y la abstinencia.
El penúltimo bocado de cordero me angustia, ya se está terminando este manjar y yo hice una promesa que no he roto en dos años, jamás repetir. Agustín me mira y me dice “voy a servirte un poquito más” yo le devuelvo una mirada suplicante que él entiende de inmediato y me explica “Hago este cordero muy pocas veces al año, te conviene comer todo lo que puedas”. Agradezco íntimamente que me de un buen argumento y le digo que me sirva, que voy a repetir, que me sirva como si fuera la primera ración.
Mientras como, Agustín me comenta que su especialidad es la cocina dulce, los postres de su país son almibarados y rinden culto a los frutos secos. Impaciente, termino de devorar el guiso y experimento una paz de espíritu y un placer gastronómico distribuido por todo el cuerpo.
En un plato azul cobalto, trae una minúscula mousse de crema de leche de cabra regada por un almíbar de dátiles. La cucharilla de desliza por ella y sé que en tres bocados daré buena cuenta de aquella liliputiense delicia. Al llevármela a la boca siento como si miles de estrellitas explotaran en mi lengua y un rocío de miel me bañara entera. Completamente extasiada, me olvido de Agustín y me entrego al goce lúdico y lujurioso que el postre provoca en mí. Cierro los ojos y sólo quedamos ella y yo en el mundo, ella para ser devorada, yo para encontrarme conmigo misma y dar gracias a Dios por estar viva.
Cuando abro los ojos me encuentro con los de Agustín que me mira fijamente y me dice “Esta es una cena dedicada a ti. La cociné para decirte que creo que eres la mujer más bella y solitaria del planeta. Tu soledad y la mía son idénticas, por eso, sabía que sólo tú podrías disfrutar de esta comida como yo lo hago, sólo tú y tu soledad podrían entenderme a mi y a mi soledad”
Cuando lo besé me di cuenta de que él estaba comiendo la misma mousse con un almíbar de damascos.
Mis amigas deliraron de felicidad ante mis ojos incrédulos. ¿Qué podía ser más soso que una cena con un tipo que sólo vive para leer y que aparenta más edad de la que tiene? Ellas, al unísono corearon felicitaciones, guiños de ojos y varios consejos que suenan terriblemente cursis a los treintaylargos años. Yo iría, por supuesto, vestida de diario, sin ningún mariposeo en el estómago y dispuesta a cenar frugalmente y a agradecer su gesto.
A las cinco en punto Agustín se asomó en mi oficina, me dijo que me esperaría en el estacionamiento. Yo, con esa sensación de hambre soslayada que he tenido desde hace dos años, asentí feliz de que se acercara la cena. Lo seguí, la cola de la autopista era terrible. Él me enviaba mensajitos por el celular diciéndome que estaba encantado de que aceptara su invitación. Yo tratando de ser amable (y guiada por el hambre que ya me estaba acosando) le respondí que había aceptado encantada, pero eso si, iba a comer poco para respetar mi dieta.
Su mesa estaba tímidamente servida. Se disculpó y me dijo que tenía que calentar lo que había cocinado. Me habló de sus antepasados persas, de la cultura ancestral de sabores y perfumes que vivía desde hacía milenios en las tierras calurosas de Irán, que pertenecía a un reducido grupo de católicos iraníes, que estaba haciendo un curso de pensamiento complejo vía Internet.
Al momento de irse a la cocina comencé a sentir un aroma penetrante, de guiso, de especias, de aceites, de hierbas. No sabía exactamente de qué se trataba, pero se me hizo agua la boca. En minutos Agustín regresó con tres platitos, minúsculos, con berenjenas, zanahorias y aceitunas, eran las entradas.
Le digo que no tomo alcohol, me responde que lo sabe y me trae una copa con limonada perfumada con agua de rosas. Al momento de sentarnos a comer, el aroma del guiso era aún más penetrante. Le comento que huele delicioso y me dice que es una receta secreta de su familia, que los ingredientes los trae de su país, que jamás le dice a nadie el secreto de su preparación.
Al probar la primera aceituna un hilo de sudor me corrió por la espalda, era distinta, tremendamente distinta a cualquier aceituna que hubiera probado, carnosa, jugosa, casi acaramelada. Las berenjenas se deshacían en mi boca, las zanahorias, dulces y picantes, eran un deleite en mi paladar.
A medida que comía, Agustín hablaba suavemente. Se quitó los lentes y ante mí apareció un hombre con ojos profundos de pestañas enormísimas. Comía con tanta delicadeza que casi parecía estar rezando y con cada bocado suspiraba y me explicaba como en su familia, son los hombres los cocineros.
El aroma del guiso se me mete en el alma y Agustín se levanta de su silla y exhala un perfume de varón saludable y viril que no se corresponde con esa imagen de ser inofensivo que siempre tuve de él. Regresa de la cocina sonriente y me dice “el cordero es un animal muy especial, si no lo respetas te agrede con un mal sabor, pero si lo mimas, se deja cocinar como una exquisitez”.
Al lado del guiso de cordero, arroz basmati, una salsa de hierbabuena, más limonada con rosas y los ojos de Agustín, incandescentes y entornados, mientras yo engullo y envío a los mil demonios la dieta y la abstinencia.
El penúltimo bocado de cordero me angustia, ya se está terminando este manjar y yo hice una promesa que no he roto en dos años, jamás repetir. Agustín me mira y me dice “voy a servirte un poquito más” yo le devuelvo una mirada suplicante que él entiende de inmediato y me explica “Hago este cordero muy pocas veces al año, te conviene comer todo lo que puedas”. Agradezco íntimamente que me de un buen argumento y le digo que me sirva, que voy a repetir, que me sirva como si fuera la primera ración.
Mientras como, Agustín me comenta que su especialidad es la cocina dulce, los postres de su país son almibarados y rinden culto a los frutos secos. Impaciente, termino de devorar el guiso y experimento una paz de espíritu y un placer gastronómico distribuido por todo el cuerpo.
En un plato azul cobalto, trae una minúscula mousse de crema de leche de cabra regada por un almíbar de dátiles. La cucharilla de desliza por ella y sé que en tres bocados daré buena cuenta de aquella liliputiense delicia. Al llevármela a la boca siento como si miles de estrellitas explotaran en mi lengua y un rocío de miel me bañara entera. Completamente extasiada, me olvido de Agustín y me entrego al goce lúdico y lujurioso que el postre provoca en mí. Cierro los ojos y sólo quedamos ella y yo en el mundo, ella para ser devorada, yo para encontrarme conmigo misma y dar gracias a Dios por estar viva.
Cuando abro los ojos me encuentro con los de Agustín que me mira fijamente y me dice “Esta es una cena dedicada a ti. La cociné para decirte que creo que eres la mujer más bella y solitaria del planeta. Tu soledad y la mía son idénticas, por eso, sabía que sólo tú podrías disfrutar de esta comida como yo lo hago, sólo tú y tu soledad podrían entenderme a mi y a mi soledad”
Cuando lo besé me di cuenta de que él estaba comiendo la misma mousse con un almíbar de damascos.
4 comentarios:
Siempre vengo aquí a sorprenderme con tu creatividad y tus finales. Un abrazo!
Siempre vengo aquí a sorprenderme con tu creatividad y tus finales. Un abrazo.
Acuarela, me honran tu visita y tus palabras, muchas gracias desde el sonrojo :-)
valio la pena la espera, lo de vo re.
un abrazo y quiero mas
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